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A 20 años del 19 y 20 de diciembre de 2001: instantánea de una ciudad sitiada



Se cumplen dos décadas de los hechos que motivaron la salida del gobierno del radical Fernando De la Rúa. El pueblo, en las calles, decretó el final de una época.




Por Edgardo Vannucch
Foto La Tinta


Desde el mito prometeico, ese acto de desobediencia que permitió al hombre erigirse como tal, hito fundamental, símbolo de rebeldía ante el orden establecido, el hombre ingresó en la historia, entendida esta, no ya como producto de la acción divina, sino como resultado de su propia acción, el hombre en tanto hacedor de su destino, en tanto sujeto y no objeto de la Historia.

La referencia al mito griego no es circunstancial. La decisión de decir basta, de “dejar la casa y el sillón”, esa explosión de hastío exteriorizada en la gesta del 19 y 20 de diciembre de 2001 nos remite a ese acto fundacional, a ese acto de rebeldía. En la génesis de esos días que conmovieron a un país que parecía inmerso en la inercia, en una especie de estado vegetativo, que deambulaba casi con vocación suicida -encantado bajo los efectos del pensamiento único- hacia su propio entierro, hubo un acto de desobediencia: el estado de sitio, decretado por el “bombero” de la Rúa luego de su más anacrónico discurso (paradójicamente el más convocante), fue desoído, fue desafiado por la población. La respuesta a semejante autismo voluntario fue desempolvar de algún lugar de la memoria colectiva la vieja práctica de llevar la política a las calles.

El “qué boludo, qué boludo, el estado de sitio se lo meten en el culo” acompañó el estruendoso repiqueteo de las cacerolas, mientras, desde distintas zonas de la Capital, se iban sumando espontáneamente más y más ciudadanos, compatriotas, compañeros, camaradas, correligionarios, “nuevos pobres”, desocupados, consumidores consumidos y desencantados por el hechizo neoliberal, todos “encolumnados”, identificados detrás de la pretendida asepsia del colectivo “vecinos”, en esa larga marcha de la bronca hacia Plaza de Mayo. La Plaza, ese espacio simbólico tantas veces disputado, testigo y protagonista de experiencias contradictorias, volvía a albergar ilusiones. La entonación de las estrofas del himno nacional, a modo de ritual colectivo, impregnó la noche de una emoción inenarrable. El sueño de un “nosotros” parecía, una vez más, posible.

En ese soñar despierto estábamos, cuando, apenas pasada la una de la mañana el poder recuperó los reflejos. Los gallitos de “la Federal”, al servicio de la comunidad, empezaron a escupir sus gases vencidos contra la multitud. El desbande masivo dejó como saldo algunas ojotas, pañuelos, cacerolas y espumaderas desperdigadas por la plaza y sus inmediaciones, como forma de testimoniar una jornada que, para muchos, fue vivenciada como una especie de bautismo político.

Los primeros en dejar la plaza fueron las familias con sus chicos y los ancianos. Algunos se replegaron hacia el Obelisco para continuar con la protesta, a la cual se sumaron muchos automovilistas con sus bocinas y banderas argentinas. Por su parte, los más jóvenes, como la marea, volvían una y otra vez a “embestir”, enfrentándose con la policía, en medio de sirenas, humo y escopetazos.

El mismo escenario de protesta, de repudio, al grito de “que se vayan, que se vayan” se reprodujo frente al Congreso, otro de los íconos del poder. Símbolo del aislamiento dirigencial, de una democracia devenida en -según José Nun- “gobierno de los políticos”, allí, en ese edificio, se materializa aquella máxima heredada de nuestros “padres fundadores”: “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes...”. El sueño liberal de la delegación del poder en manos de unos pocos (digámoslo sin eufemismos: de una oligarquía) se corporiza en ese famoso artículo 22 de nuestra Constitución. También hasta allí, por supuesto, se extendió la represión, dejando sobre las escalinatas una de las primeras víctimas del 20 de diciembre.

A esta altura de los acontecimientos nada de lo que se observaba en las calles porteñas podía asociarse con la idea del estado de sitio, resabio de una vieja práctica radical orientada a hacer “cumplir la ley”, a intentar poner la casa en orden, cuando el poder se convierte prácticamente en un ejercicio de virtualidad.

El miércoles 19 se pudo observar las dos caras de un mismo país que se desangra. Durante el día en muchos barrios de la provincia de Buenos Aires, se propagaron los saqueos, como clara expresión de la necesidad más apremiante: la de saciar el hambre de los que ya nada tienen. Por la noche la movilización popular capitalina expresó el reverso de la misma moneda, la de los sectores medios pauperizados, que parecían sumidos en la apatía y en la indiferencia ante las desigualdades producidas por un modelo que, en gran parte apoyaron, y que ahora, cual parábola brechtiana, está llamando a su puerta. Dos formas de expresar las necesidades, las urgencias, la lucha, que se exacerbaría(n) durante la jornada del jueves...

Mientras las calles de Buenos Aires asistían a la erupción de la bronca, en los pasillos de un poder desgastado desde su origen, parecía deambular el “jardinero Gardiner”. Los hombres cercanos al presidente rumoreaban: “hablaba como si nada ocurriera, como si no entendiera que el país se estaba incendiando”. Tal vez golpeando la mesa con vehemencia, con autoridad, de la Rúa “ordenaba”: “dejá Canal 7, que es el único razonable para ver lo que pasa en serio”. En ese momento el canal estatal, debido a un conflicto con sus trabajadores, emitía dibujitos animados... El presidente, como durante toda su gestión, no escuchaba ni veía.

Sin embargo, en la doble jornada del miércoles y jueves, en las que, para algunos la “gente” volvió a ser “pueblo”, se invirtió la ecuación. Esta vez fue el pueblo el que desoyó al poder. Esta vez fueron las palabras del poder las que cayeron en el vacío. La decisión de instaurar el estado de sitio tuvo como respuesta la rebelión. Hubo ruidos, gritos, cánticos, puteadas luego de años de silencio cómplice. “Harto ya de estar harto, ya me cansé” parecía ser la expresión implícita en cada gesto, en cada rostro. Ante tanta indignación, ante tantas frustraciones acumuladas, apareció la rebeldía.

Hace algún tiempo Albert Camus se preguntaba: “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. (...) ¿Cuál es el contenido de ese ‘no’? Significa que las cosas han durado demasiado, hasta ahora sí, en adelante, no. Hay un límite que no pasarás. Ese ‘no’ afirma la existencia de una frontera.” Ese ‘no’, agregamos, se asemeja mucho a una toma de conciencia, a una acción destinada a recuperar la dignidad. Las jornadas del 19 y 20 de diciembre, cual metáfora prometeica, parecen habernos devuelto esa dignidad perdida, ese fuego que parecía yacer eternamente en manos de los dioses del mercado y sus administradores terrenales.







*Publicada originalmente en Revista Cultura y Política N°5/Mayo de 2003.