Integrar una “comunidad” implica objetivos similares, intereses parecidos, afinidades. ¿Cómo superar el abismo entre, por ejemplo, quienes exhibieron jocosamente su reunión en la nieve neuquina y aquellos a los que el aislamiento preventivo no les permite hacer la diaria?
Supongamos que la Argentina es el producto de la imaginación de las personas que viven en ella.
Benedict Anderson sostuvo que una nación es una comunidad construida socialmente. Nuestra dificultad reside en que hay momentos en que “comunidad” suena a mucho.
Porque comunidad implica no solo a un conjunto más o menos amplio de personas que comparten un mismo suelo, sino que tienen un común algo más que un paisaje, un clima y una misma temporalidad. Los integrantes de una comunidad participan de objetivos similares, tienen intereses parecidos; sus modos de vida particulares lucen afinidades.
El uso de la misma lengua es condición importante en el establecimiento del principio de comunidad. Aunque no podemos dejar de observar que existen diferencias notables y no solo porque algun@s hablantes la tienen más larga, más filosa, más ingenua o más componedora que otr@s. No. Compartimos tiempo y espacio con quienes poseen una lengua más rica o más pobre que sus prójim@s. En este segundo grupo tampoco son tod@s iguales. Están los que no tuvieron ocasión de cultivar la lengua, pues su existencia debió privilegiar otras urgencias, y también los que escogen no hacerlo por pura pereza intelectual; son los que se contentan con un vocabulario estrecho porque piensan que sus doscientas palabras les alcanzan para todo. Ya tenemos allí elementos que ponen en crisis o debilitan el concepto de “comunidad”.
Anderson fue un estudioso que pensó el nacionalismo desde las categorías del materialismo histórico. A su juicio, la creación de la imprenta posibilitó el surgimiento del sentido de pertenencia a un grupo determinado, porque la lengua en común agrupaba a una comunidad de lectores. Pero eso no homogeneiza a quienes deciden leer a Cortázar y quienes, de mala gana, leen apenas las etiquetas para elegir qué vino compran en el mercado de los chinos.
Hoy el imaginario de los argentinos está tironeado por visiones mediáticas en pugna. Ese conjunto de medios es mucho más omnipresente que los primeros textos impresos en la época de Gutenberg. Pero igual, detengámonos en las primeras planas de los periódicos, que hoy ya no se leen en papel, sino en la pantalla de computadoras, tabletas o teléfonos celulares. Lo que nos asalta la vista no son ligeros matices que distinguen a un grupo de otro. Los contenidos publicados presentan diferencias bestiales, colosales, como si se refiriesen a mundos distintos.
Con el detalle para nada menor de que los medios más poderosos, esos que se llama “hegemónicos”, comparten entre sí criterios, perspectivas y perfil ideológico.
Ignoro si al común de los lectores les ocurre lo mismo, pero a quienes ejercemos el periodismo y la comunicación desde hace años (o a algunos de nosotros, para ser justos) nos da un poquito de vergüenza ajena leer titulares idénticos en los diarios de mayor venta. Y no una vez, que –bueno– podría suceder… No, es un hecho a repetición. No es que sean títulos parecidos. No. Son idénticos. Exactamente iguales. Es como si los criterios, perspectivas y perfil ideológico que tienen en común los empujara a compartir también el estilo.
En las aulas de periodismo, allá lejos y hace tiempo, había profesores que nos decían “lo adecuado es leer el diario que piensa distinto a nosotros”. La idea es que ese ejercicio sometiera a prueba de resistencia nuestras convicciones, fortaleciera nuestro discurso y también nos permitiese conocer las lógicas y los argumentos de nuestros adversarios.
Hoy parece haberse impuesto la consigna de que solo se lee aquello que confirma nuestros pareceres. El lector tradicional de un diario centenario o el que desde hace décadas lee el de la corneta, deben vérselas en figurillas ahora para justificar por qué eligen uno o el otro. Porque escriben a coro. Casi como si los respectivos secretarios de redacción se llamaran por teléfono antes de la hora de cierre y articularan la edición de la mañana siguiente.
En frente hay otros medios atomizados y atómicos, que también suelen ser leídos por el público convencido. Y el esquema se reitera en radios y canales de televisión.
En estas condiciones, ¿cuál es la trazabilidad de una construcción de comunidades imaginadas?
¿Cómo conciliar criterios entre quienes piden a diario mano dura contra el delito y quienes buscan reducirlo mediante políticas públicas inclusivas y contenedoras?
¿De qué manera se puede superar el abismo entre quienes exhibieron jocosamente su reunión en la nieve neuquina y aquellos a los que el aislamiento preventivo no les permite hacer la diaria?
¿Cuál es el punto de equilibrio entre el cansancio social que provoca el Covid-19 y la necesidad de protegernos entre todos? Qué difícil se hace cuando unos le asignan responsabilidades a la pandemia y otros solo descargan culpas en la cuarentena…
La acción mediática bien podría ser el cemento social que solidifique el sentido de comunidad. Pero es muy difícil que lo sea cuando en grandísima medida elige enterrar el cuchillo en heridas que le interesa profundizar. Quizás esa preocupación excluyente sea la razón por la que acontecimientos de enorme significación apenas aparecen o son decididamente ignorados.
Nos gustaría mencionar dos:
El primero es la renegociación de la deuda externa alcanzada con un 99% de los acreedores privados. Después que algunos voceros del establishment aseguraran enfática y gozosamente que el país no podría evitar el default, ¿cómo no se justipreció adecuadamente una operación que logró un ahorro de alrededor de 32.000 millones de dólares?
El segundo es el reciente lanzamiento y puesta en órbita del satélite más avanzado en la historia argentina. ¿Por qué no vimos el mismo despliegue mediático que cuando alguna diva del subdesarrollo anuncia que se va del país? El satélite en cuestión obtendrá mapas, medirá la humedad del suelo, generará información primordial para el desarrollo agropecuario, como pueden ser las enfermedades de los cultivos o la disponibilidad de agua para riego; detectará riesgo de inundaciones o de incendios. Llama poderosamente la atención que algunos sectores que con tanto ahínco defienden controles y represión, aquí se hagan los distraídos ante una tecnología que permitirá rastrear a barcos pesqueros extranjeros que saquean nuestras aguas territoriales.
Esta ceguera voluntaria nos lleva a volver sobre lo que Hannah Arendt definió como la «banalidad del mal». No hace falta ser un cretino ni mucho menos la encarnación del mal; es suficiente con que nuestra despreocupación valide los actos reprochables. “Ejercimos un periodismo de guerra” se sinceró un jerarca de uno de los medios más poderosos de la Argentina y no pasó de ser una frase más, rimbombante tal vez pero descriptiva de un ejercicio descalificador de la verdad e impugnador de las posibilidades de mancomunarnos para construir imaginativamente una nación. Así nos va.
Por Ricardo Haye
Fuente: Va con Firma