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La Ideología de la Crisis: Claves para leer el Presente

El nombre del presente en la Argentina no es la pandemia, no son las vacunas, no es el dólar ni la inseguridad: es la crisis. El Covid condensó la desesperanza hacia el lado de las políticas del resentimiento y la reacción, dicen lxs investigadorxs del Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos (LEDA), a partir de su trabajo con grupos focales. Quienes pregonan el horror indiferenciado frente a la crisis son los mismos que avalan sus efectos más trágicos. Mientras tanto, se acentúa la ruptura entre el universo político y la ciudadanía.



Por: Ezequiel Ipar, Micaela Cuesta, Lucía Wegelin
Arte: María Elizagaray Estrada

Nombrar el presente conlleva un gesto político. Decir la urgencia o iluminar las fuerzas que lo disputan es, en alguna medida, mapear conflictos y sugerir tácticas -o imaginar estrategias-. Ese presente político remite a una configuración afectiva en la que se solapan lo privado y lo público. Una figura de nuestrxs entrevistadxs sirve para aludirlo: un boxeador en una esquina que, grogui, está parado a tientas aguantando los golpes. Los ganchos y zurdas parecen venir de todos lados: de la economía, de la inseguridad, de la salud, de la comunidad. No está claro quién los asesta, ni tampoco desde cuándo se reciben. De allí la imagen de estar “perdidos, sin rumbo”, sin saber por dónde ni hacia dónde disparar. Pareciéramos estar bajo el imperio de una “incertidumbre” que dejó de ser desafiante para ser agobiante. Estamos “complicados”, atravesando un momento sin duda “difícil”, para muchos “angustiante”, condimentado por altas dosis de cansancio, hartazgo y mal humor.

Puestos en situación de historizar ese presente que se cree “en llamas” cuando no “incendiado” -confundiéndose con el síndrome de “burnout” agudizado por la pandemia- se trazan cronologías y linajes heterogéneos que van desde el momento de fundación de la nación hasta los hechos de “ayer”. No obstante, hay un significante que se impone: crisis.

La crisis es el nombre del presente en la Argentina. No es la pandemia, no son las vacunas, no es el dólar, ni la inseguridad. Aunque estos temas aparecen como preocupaciones, el espectro de la crisis asedia a todo el arco político-ideológico. Sin embargo, en las declinaciones de esa idea se iluminan diferencias que parecen haber sido determinantes a la hora de decidir el voto. Fundamentalmente, el lugar que ocupa la pandemia en el relato de la crisis es decisivo para la interpretación de sus responsables y por lo tanto para elegir a quién castigar en esta votación. Cuando la crisis actual se observa a través del prisma de la pandemia desatada por el COVID-19, hay mayor percepción de la complejidad de la gestión que “le tocó” al gobierno nacional y esto se traduce en cierta desresponsabilización ante la crisis del Frente de Todos y sus dirigentes. Ese es el caso más frecuente para una parte de quienes votaron al FdT en 2019. Para el resto de la población la crisis no aparece atravesada por la pandemia sino que se declina como un problema de inflación estructural, falta de rumbo económico e, insistentemente, como problema cíclico que marca el destino inevitable de la tragedia nacional.

A pesar de que esa temporalidad circular podría borrar el espacio para los culpables (de una situación inevitable que parece estar determinada fundamentalmente por el destino) el gobierno de turno es siempre responsable. La percepción de la temporalidad de la crisis se articula entonces con diferentes posicionamientos políticos: los críticos del gobierno no la perciben como un fenómeno que tuvo comienzo temporal y por lo tanto puede tener fin sino más bien como la reemergencia de una condena eterna de la Argentina. Por supuesto, en este tipo de análisis no es posible identificar causas y consecuencias (¿se vota al FdT porque se asocia la crisis a la pandemia o se asocia la crisis a la pandemia porque se vota al FdT?), pero lo que se vuelve evidente son las afinidades entre los marcos interpretativos de la pandemia y la orientación del voto en estos tiempos críticos.

Existe hoy una fobia, profundamente conservadora, sobre el concepto de crisis. Hay toda una sociología periodística que empuja esto formulando todo en clave de pseudo-preguntas: “¿Cuándo se jodió la Argentina?”, dicen algunos. “¿Qué nos arrastró hasta esta situación decadente de crisis e inestabilidad?”. “¿Por qué no podemos progresar en armonía, como el resto de los países?”, susurran los más optimistas. Pero se trata siempre de la misma pregunta. Aceptar jugar dentro de la gramática de esas preguntas nos predispone hacia la mayor de las cegueras: la aceptación de que la crisis es una excepcionalidad en las sociedades modernas, que debe explicarse por alguna malformación, que conduce en todos los planos a un movimiento circular, que sólo nosotros estamos en crisis y, finalmente, que la crisis es culpa nuestra.

El discurso sobre la grieta parece estar agotado, pero no porque se desea o se fantasea con una superación, sino más bien porque la pandemia produjo un desplazamiento en la grieta que ya no se da al interior del espacio político, sino entre éste y el afuera.

Por cierto, pasa algo curioso con los seguidores de esta tesis sobre la excepcionalidad de la crisis y “la circularidad decadente” de los procesos que provoca. Nos recuerda a un pequeño análisis que hizo Adorno sobre las paradojas de las ideologías negacionistas. En la Dialéctica Negativa Adorno se pregunta cómo puede ser que quienes se encuentran en el grupo de los que dudan de los testimonios del holocausto y defienden con “cien argumentos sospechosos la absolución de los verdugos de Auschwitz” sean, al mismo tiempo, los primeros que defienden la justicia de la reintroducción de la pena de muerte. ¿Cómo pueden absolver en la consciencia a los peores verdugos del siglo XX y promover después el castigo severo de los delincuentes? ¿Por qué pasa esto? ¿Cómo pueden convivir en un mismo sujeto esas dos convicciones? Observamos un enigma análogo, que hay que seguir analizando, en los teóricos de la decadencia. Por regla general, los que pregonan a viva voz el horror indiferenciado frente a la crisis, son los mismos que utilizan cada espacio de poder que encuentran disponible para provocar o avalar los efectos más trágicos y devastadores de las crisis sociales. Existe hoy una contradicción, que no implica una mera falsedad, entre el horror que se manifiesta frente a la representación de la crisis y las prácticas que se ejercen dentro de la crisis.


Despabilados del sueño de una televisión objetiva, neutral o imparcial y ante el espectáculo de muerte reproducido a diario a causa de la colonización de las pantallas por el covid, gran parte de los ciudadanos se refugiaron en las redes sociales. Creyendo que se alejaban de la “manipulación de los medios masivos de comunicación que responden a intereses económicos o líneas político-partidarias”, se pensaron a salvo en internet. Si la televisión es la prehistoria, las redes sociales y las plataformas son, en cambio, la actualidad inmediata y auténtica. Al reino de la pseudovariedad de la televisión se le opone la auténtica heterogeneidad de las redes sociales cifrada en las góndolas de comentarios que permiten sopesar posiciones, argumentos, voces. El internauta sabe que circulan “fake news”, que hay trolls, que algunos influencers no son de fiar, pero se deja llevar por los algoritmos, los sistemas de monetización en tiempo real de las plataformas y los muy rentables efectos de polarización política de las redes sociales.

Si estábamos ya advertidos acerca del shock de virtualización que trajo consigo la pandemia es hora de comenzar a indagar cómo afecta esta virtualización a la circulación de ciertos discursos políticos así como al tipo de ideología que propagan. La postura crítica relativa a la “tele” se vuelve aceptación conformista de las redes. En ellas el derecho a la libertad de expresión parece imponerse por sobre el derecho a la igualdad de trato y aquello que podría no tener lugar en el cara a cara es alentado (y legitimado) por la impunidad del anonimato. Estos dispositivos discursivos están arrinconando en la postpandemia –de manera imperceptible para sus usuarios– al poder constituyente de las democracias.

Ese adormecimiento ante las redes sociales comulga con cierta falta de distancia crítica respecto de las ideologías económicas y, más en particular, la que tiene en su corazón la figura del “emprendedor''. La fantasía de que en la red es el YO quien decide qué ver, cuándo ver, dónde y qué contenidos (de otros, múltiples y diversos “yoes”) no es tan distante de la identificación rápida de esos sujetos con el discurso emprendedorista, que es preciso leer junto a posiciones antiestatales.

La pandemia parece haber condensado la desesperanza hacia el lado de las políticas del resentimiento y la reacción. Pero inclusive quienes han podido obtener una ganancia política de esta situación experimentan serios problemas para habitar el presente.

Pusimos en discusión una frase extraída del discurso de uno de los candidatos que sostenía: “La política le pone trabas a los emprendedores, los llenan de impuestos y arruina al sector privado, por lo que nadie puede progresar. Es hora de terminar con esa casta política que vive de nuestro trabajo”. Transversalmente, grupos de votantes de las diversas fuerzas políticas e indecisos (que participaron de los grupos focales) se identificaban con esta frase, por la contraposición con la casta política que ella sugiere pero también por lo que se coloca frente a la casta: los emprendedores, a quienes la crisis convirtió en una posibilidad generalizada. Muchos lo son, lo fueron o acompañaron procesos de construcción de emprendedores en sus círculos íntimos, pero lo más importante es que todos imaginan que podrían serlo. El emprendedor aparece como la figura del “nosotros”, víctima de la crisis de la que los políticos son responsables.

La coyuntura político-ideológica ya no se explica por la grieta, aunque no puede explicarse sin ella. La mayor fractura que se registra en la sociedad argentina no es entre el campo popular o el peronismo y el macrismo o la derecha, sino entre “ellos, los políticos, y nosotros”. Así lo sugiere un entrevistado:

En realidad, los políticos no están peleados, es una farsa para la sociedad. Hoy en día los políticos no tienen un objetivo claro y ellos no se pelean realmente, ellos quieren lo mejor para ellos y nos peleamos nosotros, los mortales. Parecemos el circo romano, nosotros somos los gladiadores y ellos se ríen de nosotros.

Esta es una de las claves para comprender una situación en la que las dos principales fuerzas políticas se atribuyen un triunfo que es más bien una derrota compartida. El discurso sobre la grieta parece estar agotado, pero no porque se desea o se fantasea con una superación, una tercera vía, sino más bien porque la pandemia produjo un desplazamiento en la grieta que ya no se da al interior del espacio político, sino entre éste y el afuera.

“Sólo por mor de los desesperanzados nos ha sido dada la esperanza”, sostenía lacónicamente Benjamin al final de su gran ensayo sobre Goethe. A pesar de que la frase aparece en el contexto de una reflexión sobre el lugar del enigma de la belleza en la obra de arte, se trata de una cita revisitada con frecuencia para referirse a las esperanzas para la revolución en tiempos sombríos, o a la posibilidad de transformar al sufrimiento en acción política. En el océano de la ideología de la Argentina contemporánea no parece haber resquicio para ese optimismo. La individualización de una desesperanza que se sabe compartida pero se padece puertas adentro, en la vida doméstica, no es un terreno fértil para ningún brote espontáneo de acción política.

Lo que la ciudadanía está esperando, cuando todavía estamos dentro de la crisis, es una ética de la creatividad política, que logre modificar el funcionamiento de lo dado, recree posibilidades en el presente e interprete con fuerza las nuevas demandas de justicia.

La pandemia parece haber condensado la desesperanza hacia el lado de las políticas del resentimiento y la reacción. Pero inclusive quienes han podido obtener una ganancia política de esta situación experimentan serios problemas para habitar el presente con sus discursos. Este es otro rasgo de la época, la dificultad para trazar los puentes entre el pasado y el futuro a partir de una conexión densa con el presente. Por eso prolifera el pensamiento de los think-tank y las narrativas escapistas que anuncian que la Argentina volverá a ser potencia dentro de 35 años o evocan con nostalgia el país ensoñado de hace 70 años. Como esos discursos no pueden habitar el presente a partir de una propuesta política, lo llenan de emociones violentas y odios sociales. Revelan así la contradicción objetiva de esas máquinas de la modernización social de mano única, en las que siempre el tank termina aplastando al think.

Si las democracias quieren salir de este atolladero, no alcanzará con recurrir al acervo de la ética de la convicción o al cálculo de la ética de la responsabilidad. Lo que la ciudadanía está esperando, cuando todavía estamos dentro de la crisis, es una ética de la creatividad política, que logre modificar el funcionamiento de lo dado, recree posibilidades en el presente e interprete con fuerza las nuevas demandas de justicia. Se requiere de experiencia y de experimentación política, que colaboren en el esfuerzo por resolver los enigmas del momento dejando atrás la ideología de la impotencia que impuso la pandemia.


















Fuente: Revista Anfibia