Ir al contenido principal

Círculo Cuadrado: Cómo Compatibilizar Desarrollo y Medio Ambiente

Desde la Revolución Industrial, la humanidad ha logrado importantes avances en materia de salud, educación y calidad de vida. Sin embargo, descuidó la cuestión ambiental, que hoy emerge como un problema urgente. En esta nota, Daniel Schteingart se mete en el debate entre desarrollismo y ambientalismo para proponer una visión –y una serie de orientaciones –que contribuyan a conciliar ambos desafíos, reconociendo las complejidades económicas y las relaciones de poder global.


Por Daniel Schteingart


Por mucho tiempo, una de las preguntas fundamentales de la economía fue cómo hacer crecer la producción, esto es, cómo agrandar la torta. Sin embargo, este interrogante -que por supuesto sigue vigente en la actualidad, más aún en países en vías de desarrollo– rara vez fue acompañado de la pregunta por el impacto ambiental derivado de las actividades productivas. Quienes venimos de una tradición desarrollista –que considera el desarrollo económico y productivo como algo fundamental para mejorar la calidad de vida de las mayorías– recién hace unos años empezamos a tener en cuenta esta pregunta. Llegamos tarde a un abordaje al cual debimos haber arribado bastante tiempo atrás, y no en el medio de una crisis ambiental global que incluso amenaza la prosperidad alcanzada por muchas sociedades.

Lo que la Revolución Industrial nos dejó

Los últimos 200 años han implicado extraordinarios avances. De acuerdo al sitio Our World in Data (1), la esperanza de vida en el mundo pasó de 28 a 72 años (superando los 80 en la mayoría de los países desarrollados). El analfabetismo mundial cayó del 88% en 1820 al 14% en la actualidad, con muchos países (entre ellos Argentina) por debajo del 1%. El porcentaje de la población en situación de pobreza extrema pasó del 89% en 1820 a menos del 10% en la actualidad (con regiones en donde dicha cifra es 0% y otras, sobre todo del África Subsahariana, en donde todavía supera el 30%). La aplicación de tecnología en el agro (vía uso de maquinarias, agroquímicos y, más recientemente, biotecnología) permitió un inédito incremento de la productividad agrícola, que elevó la población mundial de 1.000 millones a casi 8.000 millones. Esto también explica que estemos atravesando la era de mayor seguridad alimentaria de la historia y la de menor riesgo de hambrunas de la historia (2). La cantidad de horas trabajadas –producto tanto del fenomenal avance de la productividad como de las luchas sociales– cayó en gran parte del mundo, liberando tiempo para el ocio. Esa mejora fue particularmente marcada en los países desarrollados: en Alemania, por ejemplo, en 1870 se trabajaba 3.284 horas al año y hoy 1.354 horas. El avance de la infraestructura fue notable en gran parte del mundo, y más aún en los países desarrollados, con una creciente parte de la humanidad que accede hoy a servicios como electricidad, agua potable, telecomunicaciones y cloacas.

Sin embargo, estas mejoras tuvieron dos características. En primer lugar, no se dieron al mismo ritmo entre países, lo que dio lugar a países desarrollados y a otros en donde dichos avances fueron más acotados. El aumento de la desigualdad mundial y la baja de la pobreza fueron características comunes de los últimos 200 años, mostrando que ambas variables pueden correr por carriles separados.

La segunda característica es que estas mejoras en la calidad de vida de gran parte de la humanidad se hicieron a expensas de un dramático deterioro ambiental, habida cuenta de que el crecimiento económico derivado de la Revolución Industrial acarreó crecientes presiones sobre los recursos naturales (insumos fundamentales de dicha Revolución) y un enorme stock de residuos (sólidos, líquidos y gaseosos, siendo estos últimos los responsables del calentamiento global). A modo de ejemplo, de acuerdo a Our World in Data, en 1800 el 50% de la superficie habitable del planeta eran bosques. El crecimiento demográfico, a pesar de las mejoras en la productividad agrícola, requirió más tierras para producir alimentos, todo lo cual derivó en un incremento notorio de la deforestación. Así, en 2018 la superficie habitable del planeta cubierta con bosques llegó al 38%. Y, si bien parece haber entrado en un proceso de estabilización en lo que va del siglo XXI, el deterioro ha sido profundo. A su vez, entre 1800 y la actualidad se incrementó un 45% la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera, dando como resultado un proceso de calentamiento global.

En resumidas cuentas, el modelo de desarrollo que ha imperado en los últimos dos siglos, si bien ha generado una enorme prosperidad (particularmente en los países desarrollados y en los sectores medios y altos de otros países, entre ellos Argentina), no es sostenible. Quienes venimos de la tradición desarrollista hemos prestado mucha atención a la sostenibilidad macroeconómica de los procesos de desarrollo. Está claro que también tenemos que incorporar urgentemente la variable ambiental.

Ambiente y desarrollo a lo largo de la historia

En su documental “Mi vida en el planeta”, el naturalista David Attenborough señala: “En este mundo, una especie solo puede prosperar cuando todo lo que la rodea prospera también”. Y eso justamente parece haber ocurrido a lo largo de la historia de la humanidad.

En su célebre libro Armas, gérmenes y acero, el biólogo Jared Diamond se pregunta por qué Europa conquistó América y no al revés. La explicación es ambiental. La zona de la Creciente Fértil (hoy Irak y alrededores) fue riquísima en cierto tipo de especies vegetales (trigo, cebada) y animales (ovejas, cabras) que pudieron ser domesticadas. Esa ventaja ambiental les permitió a los habitantes de esa zona tener tempranamente excedentes alimenticios. Esta mayor producción de alimentos permitió, a su vez, incrementar la población, al tiempo que una parte de ella no tenía que dedicarse a producir su propio alimento. Se produjo, por lo tanto, una división del trabajo, la cual permitió que muchas personas se dedicaran a tareas no agrícolas, como las artes, las industrias y, también, la guerra. Todo ello terminó resultando en la creación de sociedades estratificadas con Estados fuertes.

La disposición Este-Oeste de Eurasia permitió que esas especies se difundieran con facilidad, al compartir rasgos climáticos y de horas de luz. En contraste, en América y África, con disposición Norte-Sur, esa difusión de especies fue más complicada. Por eso el surgimiento de grandes imperios sedentarios fue más tardío, dando como resultado un mayor rezago tecnológico (cuando surgen las grandes civilizaciones precolombinas en América, Eurasia ya contaba con siglos de experimentación en cierto tipo de tecnologías, producto de la temprana división del trabajo derivada de los mencionados factores ambientales). A su vez, el contacto cotidiano con animales domesticados (como cerdos, caballos, vacas u ovejas, presentes en Eurasia pero no en América, donde solo existió la llama domesticada) expuso a los euroasiáticos a gérmenes de origen animal, a los que se volvieron resistentes con el paso del tiempo. Cuando los europeos desembarcaron en América, el intercambio de enfermedades fue totalmente asimétrico, dando como resultado una brutal reducción de la población nativa.

La influencia de los factores ambientales en el desarrollo también está presente en otro libro de Jared Diamond, Colapso, donde intenta explicar por qué ciertas sociedades (como los mayas o los vikingos de Groenlandia) desaparecieron a lo largo de la historia, y otras perduraron. De acuerdo al autor, la deforestación, la destrucción del hábitat y la biodiversidad, la erosión, la salinización del suelo, la escasez de agua, la caza y la pesca excesivas o la introducción de especies invasoras explican el colapso de las sociedades a lo largo de la historia.

Todos estos problemas ambientales resultan familiares hoy. Eso nos lleva a dos preguntas: ¿es posible congeniar desarrollo y ambiente? Y en ese caso, ¿Cómo lo hacemos?

Ambiente y desarrollo en el presente

Entender la crisis ambiental actual requiere poder discernir sus principales causas. Para ello es ilustrativa una ecuación llamada “Identidad de Kaya”, desarrollada por el economista energético japonés Yoichi Kaya. Está pensada para las emisiones de dióxido de carbono (responsables del calentamiento global) pero vale para otros problemas ambientales.

Básicamente, esta ecuación dice que el total de emisiones de carbono depende de: 1) la población, 2) el ingreso per cápita y 3) la tecnología, que puede subdividirse en: a) intensidad energética de la matriz productiva, y b) intensidad de carbono de la matriz energética.

El primer punto (la población) es sencillo de comprender: más población en el planeta implica más producción de alimentos, vehículos, vivienda, indumentaria, etc., todo lo cual requiere energía y, por ende, más emisiones. Esta tensión entre crecimiento demográfico y sostenibilidad data del siglo XIX, cuando Thomas Malthus sostenía que mientras la producción de alimentos crecía en forma aritmética (1, 2, 3, 4…), la demográfica lo hacía en forma geométrica (1, 2, 4, 8…). Para Malthus, esto terminaría creando un cóctel explosivo que produciría hambrunas y miseria y, de este modo, reduciría ulteriormente la población. En el siglo XX, y ante la creciente preocupación por la sostenibilidad ambiental, emergieron voces que recogieron los postulados malthusianos. Por ejemplo, en 1968 Paul y Anne Ehrlich escribieron el best seller La explosión demográfica, que predecía una hambruna masiva en los años 70 y 80 causada por el aumento de la población mundial.

Las previsiones de los Ehrlich no se cumplieron. El mundo ha desacelerado su tasa de crecimiento demográfico, que llegó al máximo en 1968 (el mismo año en que se publicó el libro), con un 2,1% anual. En 2019, el crecimiento demográfico mundial fue del 1,1%, y la tendencia es que para 2100 la población mundial tenderá a estabilizarse en torno a los 11.000 millones de habitantes. Las principales razones de esa desaceleración son el crecimiento económico y el empoderamiento social de las mujeres, que históricamente han acarreado una caída drástica en la cantidad de hijos. De todos modos, aunque la cantidad de personas en el planeta va camino a estabilizarse, es cierto que el fenomenal incremento demográfico de los últimos dos siglos ha sido un gran motor de las emisiones.

El segundo motor de las emisiones es el ingreso per cápita. A medida que las sociedades se enriquecen, el consumo se incrementa, y ello hace que se requieran más insumos y más demanda de energía para producir, lo cual incide sobre las emisiones (y sobre los ecosistemas). Un país con una renta per cápita baja consume alimentos y no mucho más; por el contrario, en un país de altos ingresos, la población, además de ingerir alimentos, adquiere automóviles (que demandan combustibles), viaja, consume más electricidad, etcétera. Todo ello requiere más energía y recursos, lo que deriva en mayores emisiones y presiones ambientales. Asimismo, genera mayores residuos.

Es por ello que desde ciertas vertientes se ha abogado por el “decrecimiento”, particularmente en los países desarrollados, y por cambios radicales en la forma en que consumimos. La propuesta del decrecimiento tiene varios problemas: en primer lugar, asume que gran parte de las sociedades desarrolladas (y las clases medias y medias-altas de países como Argentina) estarían dispuestas pacíficamente a reducir sus ingresos y consumir menos para permitir un mayor desarrollo de los países pobres, algo a todas luces poco probable. En segundo lugar, en tanto la economía global está interconectada, un menor ingreso en las economías avanzadas incidiría negativamente en la demanda global, limitando las exportaciones de los países más pobres. Respecto a los cambios en los patrones de consumo, es cierto que es necesario un replanteo integral de la forma en que consumimos cierto tipo de bienes y servicios, con variables que van desde la dieta hasta la forma en que nos transportamos, pasando por la rápida obsolescencia de muchos de los bienes que compramos.

El tercer motor de las emisiones tiene que ver con la tecnología. Como señalamos, tiene dos componentes. Por un lado, la intensidad energética refiere a cuánta energía necesitamos para producir un bien o un servicio. Por ejemplo, a medida que la economía global pasa de ser predominantemente industrial (rama muy demandante de energía) a basarse en servicios (rama no tan demandante de energía) se tenderá a tener una menor intensidad energética. A su vez, las mejoras tecnológicas que permiten una mayor eficiencia energética en las fábricas, las viviendas, los electrodomésticos y los vehículos de transporte (por poner algunos ejemplos) suponen una menor presión sobre los recursos energéticos. Por ejemplo, si un país implementa una política para cambiar todas las lámparas de las viviendas por unas de bajo consumo o si incentiva la construcción de viviendas que permitan aislar mejor los cambios de temperatura del exterior podrá gastar menos energía para hacer las mismas actividades. En las últimas décadas, la eficiencia energética ha mejorado considerablemente, pero no lo suficiente como para compensar el incremento de la población y del ingreso per cápita.

El segundo componente del motor energético de las emisiones pasa por la cantidad de carbono que emitimos para producir energía (lo que se conoce como la intensidad de carbono que tiene la matriz energética mundial). De acuerdo a Our World in Data, el 73% de las emisiones de carbono mundiales vienen de la energía (necesaria para la electricidad, la calefacción y el transporte), de modo que lo que ocurra con la forma en la que generamos energía es determinante para las emisiones. El carbón explica el 25% de la generación energética mundial. Si bien ha sido clave para la industrialización de muchos países (debido a que suele ser más barato que otras fuentes de energía), es la fuente de energía que más gases de efecto invernadero genera (además de contaminar el aire con partículas, generando problemas de salud por ello). El petróleo, en tanto, explica el 31% de la generación energética mundial y también tiene un impacto muy negativo en las emisiones (aunque no tanto como el carbón). En tercer lugar, el gas natural genera el 23% de la energía global y, aunque también genera muchas emisiones, es la fuente más limpia (dentro de las fósiles). Es por ello que hoy se lo considera “de transición” hacia fuentes de energía que producen menos emisiones. Sumando carbón, petróleo y gas natural encontramos que hoy casi el 80% de la generación energética mundial proviene de los combustibles fósiles.

En este marco, reducir la intensidad de carbono de la matriz energética mundial implica la migración hacia otras formas de energía, como las renovables (eólica, solar o hidroelectricidad) y la nuclear. Respecto a esta última, vale aclarar que históricamente tuvo mala prensa en una parte importante de los movimientos ecologistas, como por ejemplo el Partido Verde alemán, que en su coalición con Angela Merkel logró impulsar el cierre de las centrales atómicas de ese país, dando como resultado un mayor uso de centrales de… carbón (3). Sin embargo, en los últimos tiempos varios activistas antinucleares, como Michael Shellenberger, han cambiado de opinión y se han vuelto pronucleares.

¿Qué pasó en las últimas décadas con las emisiones globales? Siguieron aumentando, debido a que las mejoras tecnológicas (como la intensidad energética o la intensidad de carbono) fueron insuficientes para compensar el incremento de la población y del ingreso per cápita.

¿Hacia dónde ir?

La principal forma de alargar esta “manta corta” entre desarrollo e impacto ambiental es el cambio tecnológico, hacia una mayor eficiencia energética y hacia una matriz productiva más limpia que la actual. El concepto de “crecimiento verde” (green growth), cada vez más en boga, refiere justamente a la necesidad de acelerar los cambios hacia el tan necesario desacople entre crecimiento y deterioro ambiental.

Lograr que el “crecimiento verde” –o, lo que es similar, que “desarrollo sustentable” – no sea un oxímoron requiere ir más allá de la descarbonización de la matriz energética. Por ejemplo, exige un replanteo integral de la forma en que nos movemos: menos vehículos a combustión interna (que usan combustibles de origen fósil) y más vehículos eléctricos o a hidrógeno. También necesitamos rediseñar ciudades para poder transitarlas a pie o en bicicleta. La construcción de viviendas y oficinas debe ser más sustentable, mejorando el aislamiento del exterior por la mejora de materiales (o doble vidrio) y minimizando así la cantidad de energía necesaria para calentarlas (en invierno) o para refrigerarlas (en verano). Ciudades con más verde (con más parques y/o con jardines verticales) ayudan a refrescar las zonas urbanas cuando hace mucho calor, por el efecto de la evapotranspiración que provoca la vegetación. Todo eso podría ayudar a consumir menos energía en verano.

Otro eje es la economía circular, que supone que los desperdicios se reintroduzcan como insumos. Un ejemplo clásico es la chatarra, que se puede fundir en una acería para fabricar acero. La separación de la basura es un engranaje importante de la economía circular. Los recuperadores urbanos (los llamados “cartoneros”) son un eslabón fundamental de la economía circular urbana. De todos modos, también hace falta cambiar el modo en que las empresas conciben el proceso productivo, premiando cada vez más a quienes diseñen productos efectivamente “circularizables”. Esto a su vez requiere cambios regulatorios en los que el residuo deje de ser visto como algo a destruir o a disponer y a pase a ser un potencial insumo.

Pero la tecnología no lo es todo. También hacen falta cambios culturales, que pueden incluir desde la separación de basura (sin la cual la economía circular se complica) hasta cambios en los patrones de consumo. Modificaciones en la dieta (hacia más vegetales) son importantes, ya que los alimentos basados en plantas requieren menos tierra para ser producidos, todo lo cual permitiría una mayor reforestación y recomposición de los ecosistemas. Dentro de las carnes, la bovina es la que exige más tierras (además de que los eructos de las vacas liberan metano, que son gases de efecto invernadero), por lo que se buscan alternativas como la llamada “ganadería regenerativa” o también la “carne de laboratorio”, aunque esto último introduce en el debate una idea que vale la pena poner en cuestión: la idea, que no analizaremos aquí, de que “lo artificial” es malo y “lo natural” es bueno. Por fuera de la dieta, es razonable la crítica de gran parte del ambientalismo a la cultura del consumismo de “chucherías”, particularmente de los sectores medios y altos (y sobre todo en los países desarrollados), que termina generando un cúmulo de desperdicios innecesarios.

Desarrollarnos puede ayudar al ambiente

La relación entre desarrollo y ambiente lejos está de ser lineal. Así como el desarrollo económico hasta ahora generó grandes problemas ambientales, también es cierto que produce condiciones para mitigarlos. Los países desarrollados tienen muchas más herramientas para lidiar con problemas ambientales que los países pobres. Las catástrofes ambientales que se cobraron miles de vidas a lo largo de la historia (y antes de la Revolución Industrial) resultan más fáciles de enfrentar en un país desarrollado. A modo de ejemplo, un huracán caribeño puede causar estragos en Haití y destrucciones acotadas en Miami.

A su vez, hay una serie de gravísimos problemas ambientales (de los que se habla poco) que están estrechamente relacionados con la pobreza, es decir con la falta de desarrollo. Un ejemplo de ello es la cantidad de plomo en sangre de los jóvenes de los barrios pobres de las periferias de las grandes ciudades, producto del mal uso de residuos peligrosos provenientes de actividades industriales, del uso de pinturas con plomo y del reciclado de baterías viejas hecho por pequeñas unidades productivas cuya capacidad de generación de excedente económico es bajo. Lo pequeño no necesariamente es hermoso, como muchas veces se sugiere: la capacidad de fiscalización por parte del sector público sobre empresas pequeñas es baja y la generación de excedentes económicos, muy reducida, todo lo cual dificulta que esas unidades productivas puedan invertir en mejorar sus prácticas ambientales.

Es más difícil aplicar políticas ambientales si un país es pobre y tiene un sinnúmero de necesidades básicas insatisfechas por resolver en simultáneo con una gran escasez de recursos. La gestión de residuos es más eficaz en los países ricos que en los pobres. Si bien los países desarrollados consumen más plástico per cápita, lo cierto es que gran parte de los plásticos que terminan en los mares (con un impacto muy negativo en la fauna marina) se deben a una mala gestión de los residuos y –de acuerdo a un estudio publicado en Science– se explican en su gran mayoría por países no desarrollados, como China (27,7%), Indonesia (10,1%), Filipinas (5,9%), Vietnam (5,8%), Sri Lanka (5%), Tailandia (3,2 %) (4).

La deforestación es otro ejemplo. La evidencia histórica muestra que tiene forma de “U” invertida. A medida que los países pasan de ser muy pobres a ser de ingresos medios, la deforestación avanza debido a que se talan miles de hectáreas de bosque/selva para ampliar la frontera agropecuaria y producir alimento y energía. Sin embargo, una vez que pasan cierto nivel de desarrollo, la tendencia es hacia una lenta pero gradual reforestación. La razón es la mejora de la productividad agrícola (que permite producir más alimento en menos tierra) y de la matriz energética (tanto las fósiles como la nuclear y las renovables permiten producir mucha más energía por hectárea que la leña tradicional). Por ejemplo, en 2019 en Francia el porcentaje de la superficie cubierta por bosques llegó al 32%, la mayor cifra en cinco siglos, y en Inglaterra al 10%, la mayor cifra desde 1350 (5).

El desarrollo también tiende a provocar cambios en la forma en la que se concibe lo ambiental. De acuerdo a los datos que surgen de la Encuesta Mundial de Valores (en donde se pregunta por la priorización entre el ambiente –a expensas del crecimiento y la creación de empleos– y el crecimiento y la creación de empleos –a expensas del ambiente–), la priorización de la variable ambiental por sobre el crecimiento tiende a ser mayor cuanto más alto es el ingreso per cápita. En Suecia, el 89% elige la preservación ambiental sobre el crecimiento; en Túnez, Egipto, Armenia, Bosnia y Herzegovina, Líbano o Lituania esa cifra no llega al 40%. Si se observa al interior de los países, la mayor demanda de crecimiento se da en la población desocupada, en la de menor nivel educativo y en la que trabaja en el sector privado (en todos los casos, el común denominador es la incertidumbre material derivada de la posible falta de ingresos), en tanto que la mayor preocupación ambiental se registra en los jóvenes, los profesionales, en quienes tienen mayor nivel educativo y quienes trabajan en el sector público. De 79 países analizados, en 74 la población de mayor nivel educativo (y por ende de mayores ingresos) tiene mayor propensión a priorizar el cuidado ambiental por sobre el crecimiento y el empleo. De esto no debe concluirse que el desarrollo por sí solo generará automáticamente una agenda ambiental, pero sí que incrementa las probabilidades de que esta se acelere, del mismo modo que ocurre con variables como la secularidad o el aborto.

Del oxímoron a una realidad posible

La crisis ambiental actual es uno de los mayores desafíos que alguna vez experimentó la humanidad. El desarrollo desde la Revolución Industrial fue responsable de grandes mejoras de la calidad de vida de miles de millones de personas, pero es insustentable desde el punto de vista ambiental. Si bien el desarrollo brinda herramientas para lidiar con problemas ambientales, no hace magia. La trayectoria actual es insostenible y hay que cambiarla urgentemente.

Los países desarrollados tienen la principal responsabilidad, ya que han sido los grandes responsables del grueso del calentamiento global actual: el 55% de las emisiones acumuladas de dióxido de carbono las explican Estados Unidos, la Unión Europea, Reino Unido, Canadá, Japón, Corea del Sur y Australia, siendo que “apenas” dan cuenta de un séptimo de la población mundial. Son, por lo tanto, quienes más esfuerzo deben hacer. Si miramos al interior de las sociedades, también las clases medias y altas deben hacer un mayor esfuerzo, ya que son las que más han contribuido a las emisiones. Además, sería hipócrita pedir restringir el consumo a personas/países que nunca consumieron. También sería injusto que los países desarrollados utilicen el argumento ambiental como un nuevo ejemplo “patear la escalera” a los países en desarrollo, que van a enfrentar dificultades para lograr niveles de desarrollo suficientes sin aplicar las laxas políticas ambientales que aplicaron los hoy desarrollados a lo largo de su historia.

El porvenir requiere de una fuerte coordinación entre los países y una cooperación importante para que el Sur global no pague la cuenta por las emisiones generadas por el Norte. ¿Podrá darse? ¿Podrá el desarrollo sustentable dejar de ser un oxímoron y convertirse en una realidad palpable para cada vez más países? Ese es el gran desafío.






























Fuente: eldiplo
Daniel Schteingart - Director del Centro de Estudios para la Producción del Ministerio de Desarrollo Productivo.